miércoles, 29 de mayo de 2013

Jerry Jones y El Cine Maldito: Para Cagarse de Miedo.



El cuarto de baño de los cines es uno de los sitios más ridículos que conozco. Esto que no creo que se deba a su más que cuestionable utilidad (al cine se va a ver una película y no a plantar pinos), sino a que yo en los baños de los cines he vivido una serie de catastróficas desdichas dignas de ser planteadas en algún estudio como guión de película de terror.

Como siempre pasa, mis traumas cinéfilos tienen su base fundamentada en algún evento infantil que desencadena una reacción en cadena con consecuencias nefastas para la salud mental de la sociedad. Esta vez yo tenía la adorable edad de seis anos (¿he dicho años?), y había ido al cine a ver 101 Dálmatas Más Vivos Que Nunca con toda mi familia (hermanos, primos, tíos…). Estaba encantado viendo la adaptación de una de mis películas de dibujos favoritas en una sala con una pantalla enorme, acompañado por mi hermana, mis primas y mis palomitas... Todo era perfecto. Sin embargo, ese estado de embriaguez infantil iba a durar poco porque tenía un serio problema: me estaba cagando.

Creo que después de lo que os voy a contar, ya no me veréis con los mismos ojos. Quizás exceda los límites de lo integrado en el término "escatológico", pero eso mola, gusta y genera muchas visitas. Así que, ajo y caca.

Los críos de seis años son encantadores hasta que les entran ganas imperiosas de desalojar el tubo digestivo en el cine. Creedme. No sólo porque el adulto tenga que levantarse de la butaca, llevarle al baño, esperar a que el niño haga sus caquitas - morfológicamente idénticas a las de un conejo (o una oveja si os ponéis tiquismiquis) -, sino por lo egoístas que pueden llegar a ser esos mequetrefes con tal de no perderse la película. Mis hijos quedarán desheredados el día que decidan “tener caca” en el cine. Ya me caen mal y aún no los he tenido. Ugh.

No recuerdo exactamente cómo fue la sensación de estarse cagando (sí, señores: voy a decir cagar porque eso es lo que estaba haciendo… Nada de “hacer caca”), lo único que recuerdo es que yo de pequeño tenía un truquito del Almendrucamen para evitar que mis desechos saliesen demasiado pronto de lo que una vez fue llamado proctodeo. La técnica era fácil: consistía en ponerse de rodillas y posicionar ambos talones sobre ambos glúteos. Así, y como si de una reversión del hechizo Alohomora se tratase, los esfínteres experimentaban una contracción de lo más eficaz. A ver quién dice ahora que el efecto placebo no existe.


En fin, yo no podía llevar a cabo mi técnica en el cine, así que me aguanté como pude. Sin embargo, cuando mi viejo amigo empezaba a emerger con una insistencia políticamente incorrecta sólo para ver mundo, decir “¿Ola ke ase?” y ahogarse en un lago de orina, no aguanté más. Se lo dije a mi tío (mis padres no estaban y, por ello, no conocen la historia: esa es la razón por la que aún me quieren) y salí con él.

Llegamos al baño, me metí dentro de la cabina y mi tío esperó fuera. Fue entonces cuando digievolucioné a un mequetrefe cagón y, encima, egoísta. Me estaba perdiendo la película por tener que hacer malditas cacolas, así que hice todo lo que tenía que hacer rápidamente y me limpié como pude. Y - nunca mejor dicho - la cagué… Porque me manché.

Comprendo que las chicas no entienden de estas cosas: no os preocupéis, no es ningún tipo de experiencia vital que uno tenga que vivir sí o sí antes de morir…(porque las chicas no cagan. Lo sabíais ¿no?).


Pues eso, me manché: mis manos quedaron bañadas en la más asquerosa caca que os podáis imaginar (no eran caquitas de conejo, no) y me tuve que limpiar como pude con el papel que había en la cabina mientras me daba un ataque al corazón al imaginar que mi tío abría la puerta de repente y me encontraba, no con las manos en la masa, sino con las manos en la caca. Por culpa de los traicioneros nervios, me limpié muy malamente (las manos y el culete), salí y me di un agüilla a una velocidad de vértigo antes de volver con mi tío a la sala. Me senté y seguí viendo la película.

Mi prima estaba comiendo palomitas a mi lado y, al cabo de unos cinco minutos aproximadamente, empezó a olisquear el ambiente y dijo: “Huele a caca”. Yo, muy digno y sin ningún tipo de problema para mentir, contesté que yo no había sido y, como yo siempre tuve madera de líder convincente, mi prima se lo creyó aunque estuviese claro que el que se había ido al baño y acaba de volver era yo. Sin embargo, ante esta revelación, yo tenía que comprobar que todo iba bien y de que ese olor sólo provenía de mis suaves manos mal limpiadas y no de mi contemporáneo proctodeo. Sí, mi inteligencia suprema de niño de seis años me decía que tenía que comprobarlo.

Y lo comprobé: me moví en el asiento como una serpiente para ver si había fugas y, efectivamente, mi ropa interior estaba un poco salpicada de daños colaterales.

Me había cagado encima.



Me quedé petrificado en el sitio sin poder mover ni una sola parte de mi cuerpo por lo bochornosa que era la situación: estaba notando que estaba sentado en un mar de desechos y mi prima pequeña me había descubierto. ¡Maldita sea! Yo era un chico decente con una reputación excelente y, de repente, en menos de quince minutos me había convertido en un monstruo que estaba sirviendo de ambientador de cuestionable calidad para una sala entera de cine en la que encima estaba toda mi maldita familia.

A pesar de ello, el hecho de que me quedase petrificado facilitó que mi secreto llegase a casa (donde ya pude recuperar mi caché higiénico) sin que absolutamente nadie se enterase del desastre natural tóxico al que había expuesto a decenas de personas. Sin embargo, ahora, en menos de media hora y sin ningún tipo de anestesia, he contado una de las mayores barbaridades cinéfilas que he protagonizado.

Y yo creo que esta es la razón que me llevó a educar a mi colon de una forma excelente que justifica su actual personalidad ordenada, calculadora y respetuosa… Salvo cuando tengo diarrea explosiva.

¿Explosiva?

Jerry

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